domingo, 25 de diciembre de 2011

Leonora Carrington: pintura, alquimia y cocina


Durante muchos años, Leonora Carrington fue para mi uno de esos nombres que se retienen en algún lugar de la memoria pero que se confunden en el laberinto de creadores, obras y lugares de la pintura del siglo XX. Hasta nuestros días ha sido habitual que las mujeres artistas fueran relegadas a un plano secundario o simplemente ignoradas en la mayoría de los libros de divulgación y en los planes de estudios de historia del arte, etiquetadas invariablemente como musas, esposas o amantes de. Sin embargo, Leonora Carrington se mantuvo siempre refractaria ante las limitaciones de género que los propios miembros del surrealismo francés -a los que frecuentó y por los que fue admirada pero a cuyo movimiento nunca se adhirió formalmente- imponían a sus compañeras, presentándolas como objeto de deseo e inspiración... y tratándolas como esposas relegadas a las tareas domésticas. Jacqueline Lamba, pintora y bailarina casada con André Breton, se quejaba de que su marido no la presentaba nunca como artista, sino como aquella náyade soñada de su poema Tournesol.


Autorretrato. Met. Museum, 1937-38
Inquieta y prolífica, además de pintar, realizó esculturas, decorados y vestuarios para teatro y escribió relatos impregnados de un sentido del humor desconcertante, a veces macabro, como en "La debutante", un cuento sobre una muchacha amiga de una hiena, a la que pide que le sustituya en un baile (una alusión a sí misma, Leonora fue presentada en la corte de Jorge V en 1935), para poder quedarse en su habitación leyendo Los viajes de Gulliver. Leonora adoptó a la hiena como su animal totémico y la incluye en el célebre autorretrato del Metropolitan de Nueva York. La pintora se identificaba con este animal, considerado de costumbres repugnantes y maloliente, con su curiosidad insaciable y como acto de oposición a las convenciones vigentes de la sociedad en la que había nacido. Este espíritu libre e independiente y su forma de vivir y pintar le acompañaron siempre, así como su ironía; en Las Magdalenas, pintado cuando tenía casi setenta años, una anciana le entrega a una magdalena más joven una suerte de baya roja. Leonora, generalmente reacia a dar explicaciones sobre su obra, contestó cuando le preguntaron que la baya era una píldora anticonceptiva. 
Estas magdalenas, a la vez modernas y antiquísimas, están pintadas siguiendo la iconografía tradicional: cubiertas con sus propios cabellos hasta los tobillos, descalzas y desnudas bajo su peludo atuendo; Leonora las presenta circundadas por enigmáticas figuras en un paisaje desértico, este último otro elemento recurrente en las representaciones del personaje bíblico. Como en otras obras mexicanas, Leonora utilizó la técnica del temple de huevo, sobre la que había investigado concienzudamente y por la que sentía gran atracción, por la relación de esta forma de pintar con los procesos culinarios y a su vez, ambos con la alquimia. Junto a su inseparable amiga, la pintora española Remedios Varo, se interesó cada vez más por la esfera doméstica, convertida a través de las prácticas esotéricas y el ejercicio artístico en un espacio de subversión, un centro en el que convergen cocina, pintura y magia, en el que la mesa de comedor se convierte en altar sagrado y donde todo puede suceder: los humanos se transforman en animales y viceversa y los objetos cobran vida y significado. El huevo del temple es también el alambique donde el alquimista lleva a cabo el proceso de destilación y a la vez el alimento; el caldero, símbolo especialmente querido por Leonora, comparte también las esferas de lo artístico y lo mágico. La esfera de lo doméstico, comúnmente devaluada y aparentemente ajena a la reflexión o la experimentación, es reivindicada por las dos artistas como laboratorio y puerta de comunicación con lo transcendental. Janet A. Kaplan nos recordó que en el siglo XVII, la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz también reivindicó la cocina como lugar de observación y descubrimiento y no dudó en afirmar que si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Sin embargo, los experimentos culinarios de Leonora y su asociación con el acto de pintar no eran nuevos, antes de recalar en México ya se había interesado por la gastronomía como parte del quehacer artístico, André Breton recordaba ciertos platos extraídos de recetas inglesas del siglo XVI, como la liebre rellena de ostras, que la artista le había obligado a probar. Por su parte, Remedios Varo recopilaba recetas mágicas en sus cuadernos para ahuyentar los sueños inoportunos, el insomnio y los desiertos de arenas movedizas que se acumulan bajo la cama.


Flor de Kron, 1987

Remedios Varo: La creación de los pájaros, 1957

El interés por la alquimia y la magia es solo uno de los muchos aspectos interesantes de la obra de Leonora, en la que uno entra para perderse o para encontrarse, no sé. Las leyendas irlandesas, Lewis Carroll, la colaboración artística con Max Ernst o la influencia de los primeros pintores del Renacimiento italiano son parte de un universo que parece ilimitado y que su autora no sabía si lo había creado o si mas bien es ese mundo el que me inventó a mí.

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